sábado, 18 de febrero de 2012

A la conquista de ¿la Luna o Marte? Parte III

Por Ricardo López Göttig

Además de los continuos rifirrafes entre las dos facciones en pugna, "selenitas" y "marcianos", Carlos Cantor se preocupaba por reunir los fondos suficientes para impulsar la aventura espacial.
En la segunda reunión general convocada para analizar los avances realizados por las diferentes comisiones de estudio, el filósofo propuso pasar una bolsa de terciopelo negro, en la cual cada uno de los participantes pondría una suma de dinero íntegramente destinada al esfuerzo de la exploración cósmica.
Oseas Ardosquín llevó adelante la tarea de recaudación entre el centenar de concurrentes que, en silencio y con gran pompa, introducían su puño cerrado dentro de la bolsa.
Carlos Cantor observaba con alegría cómo cada uno asumía el compromiso de poner dinero para una causa tan noble. Se conmovió por este movimiento de sentimientos puros que llevaría a la humanidad a un nuevo paso de la evolución, adentrándose en las oscuridades estelares.
Terminado el recorrido, el bardo del éter se acercó al célebre palindromista Camilo Chadwick para conocer el contenido de la bolsa que, felizmente, portaba el tesoro que comenzaba a acumularse para la construcción del primer cohete.
Don Oseas Ardosquín se ruborizó y, cabizbajo, murmuró en voz apenas audible la suma cosechada. Camilo tuvo un acceso de tos que le impidió el habla; Carlos Cantor exigió conocer el contenido de la bolsa a viva voz, para que las cuentas fueran claras desde el inicio.
El antiguo relator deportivo recurrió a todas sus fuerzas y, con el timbre que supo emocionar a hombres y niños con sus narraciones épicas, y dijo "ciento cinco pesos con treinta y seis centavos".
El filósofo olvidó su serenidad monárquica y comenzó a golpear con el mallete la mesa desde la que presidía las reuniones. Lo hizo con tal furia, que quienes lo rodeaban comenzaron a temblar.
-¡Sóis unos truhanes! ¡Majaderos! -dijo en un insólito tono castizo, -¡Yo he puesto un billete de cincuenta pesos, avaros!
El silencio se apoderó de la sala y sólo Verónica Čtvrtek mantuvo su cabeza erguida, mientras el resto se miraba sombríamente los zapatos. Ella había colocado el otro billete de cincuenta pesos que se alojaba en la bolsa.
-¡Que vuelva a circular el saco para la construcción del cohete! ¡Muevan esos bolsillos! -tronó Carlos Cantor, golpeando el mallete contra la mesa.
Y así es como se reunieron los primeros dos mil pesos en aquella inolvidable jornada en la historia del mecenazgo espacial.
Continuará...

© Ricardo López Göttig

sábado, 4 de febrero de 2012

A la conquista de ¿la Luna o Marte? Parte II.

Por Ricardo López Göttig

El filósofo Carlos Cantor estaba entusiasmado con la reunión fundacional celebrada en su hogar, y celebraba la sana competencia de ideas en torno al cuerpo celeste a ocupar, fuera la Luna o Marte. De esa puja, suponía, saldría una propuesta los llevaría a la conquista de un nuevo mundo.
Con lo que no contó el gran propulsor del viaje espacial eran las rencillas que esta división ocasionó entre "selenitas" y "marcianos", que llevarían a ambos campos a circular teorías conspirativas durante el largo proceso de investigación.
Los partidarios de la ocupación de la Luna arguyeron que el satélite no era más que una prolongación natural del cuerpo terrestre y que, por lo tanto, era una consecuencia natural esa conquista. Marte, en cambio, seguramente estaba poblado por marcianos que, lejos de ser belicosos, bien podían ser potenciales víctimas de una agresión imperialista. Y para ello hicieron circular ejemplares de las "Crónicas marcianas" de Ray Bradbury, previniendo del genocidio que podían llegar a causar en el planeta rojo.
Los impulsores de Marte, por su lado, no hicieron más que reflotar las teorías conspirativas en torno a la misión del Apolo XI, insistiendo en que no sólo esa misión fracasó, sino que además el satélite sí está poblado por alienígenas de otros mundos en su parte no visible, preparándose en secreto para la invasión a la Tierra. El periplo a Marte, en consecuencia, no sólo disuadiría a estos invasores, sino que además los expulsaría del sistema solar. Otros sostuvieron que si el planeta Marte estuvo poblado -siempre hablaban en pretérito-, esto daría un fuerte impulso a la investigación arqueológica e histórica, como también sería una fuente de ingresos para el turismo cósmico.
Estas disputas, en el campo del debate, fecundaron en documentos que circulaban entre partidarios, adversarios e indecisos.
Hubo quienes, alejándose de la disputa académica y olvidando las más elementales reglas del disenso, emplearon triquiñuelas para debilitar a quien pensaba diferente. Pequeños hurtos de material y cartuchos de impresoras, hojas garabateadas, sabotajes de maquetas, adulteración de los mapas de los cuerpos celestes que usaban los adversarios...
El mentor y propulsor de la misión intentó calmar los ánimos cada vez más caldeados proponiendo temas de debate que fueran comunes a cualquiera de los dos destinos. Por ejemplo, el sistema político a instaurar.
Es sabido que Carlos Cantor era un partidario de la monarquía constitucional -y, en su intimidad, se veía a sí mismo en el rol de rey filósofo-, y hacia este sendero buscó conducir a los politólogos y constitucionalistas que se habían sumado. Lejos de unificar criterios, hubo entonces quienes defendieron monarquía o república en la Luna y Marte, por lo que los campos en disputa se multiplicaron, e incluso hubo un ignoto capitán retirado de dragas propugnó una talasocracia aristocrática, a pesar de que no hubiese indicios de masas oceánicas en ninguno de los dos cuerpos celestes. Un agrónomo sugirió restaurar los clanes nómadas pastoriles. Una antropóloga deslizó la posibilidad de recuperar las sociedades matriarcales poliándricas. Un nostálgico reflotó la idea de los falansterios de Fourier. No faltó quien sostuviera, lisa y llanamente, la anarquía.

© Ricardo López Göttig

jueves, 2 de febrero de 2012

A la conquista de ¿la Luna o Marte? Parte I.

Por Ricardo López Göttig

En una de las habituales tertulias en la casa del filósofo Carlos Cantor, el ilustre mecenas del intrépido matemático Esteban D'Angouville y amigo personal del palindromista Camilo Chadwick -dos genios de las ciencias y las artes-, se debatió la probable ocupación de la Luna para construir un complejo de galpones en los que guardarían los célebres "cuadernos del último número".
Era una tarde de otoño del año 2012, tan lluviosa como aquella en la que Carlos Cantor se decidió a emprender su nueva vida delictiva.
En torno a un samovar, los tres amigos se zambulleron en un océano de conjeturas y exploraron, sin pruritos, la idea de tomar posesión del satélite natural de la Tierra.
El té, la infusión de los pueblos conquistadores, los animó a desarrollar un vasto plan para el que congregarían a todos sus colegas y amigos más talentosos. El pequeño cónclave fundacional resolvió que, en una semana, reunirían lo que habría de llamarse el Consejo para la Ocupación de la Luna. Resultaba claro que, si bien la idea había comenzado buscando un lugar que fuese apto para albergar los cuadernos del último número, también podía convertirse en un sitio para llevar adelante las ambiciones científicas y estéticas de cada uno de los potenciales participantes. La audaz empresa era, también, extremadamente onerosa para los exiguos presupuestos de estos amantes de la aventura espacial.
Durante esa hebdómada febril, los tres amigos se pusieron en contacto con las mentes más lúcidas que los rodeaban. Así fue como la siguiente tertulia se vio poblada por los hombres y mujeres más preclaros, dispuestos a poner sus neuronas y energías en pos de la conquista lunar.
Carlos Cantor, el emocionado anfitrión, agradeció a los concurrentes la presencia entusiasta e hizo votos para que en esa jornada diera inicio el salto más gigantesco de la humanidad desde el dominio del fuego.
El ensueño prometeico se apoderó de los contertulios, enardecidos por el delicioso sabor del té cingalés y por el sueño de ser tripulantes de cohetes espaciales.
El filósofo propuso, para ordenar los trabajos, la formación de varias comisiones de estudio. Unas, dedicadas al periplo; otras, de estudios previos sobre el satélite; y finalmente algunas -no menos importantes, pero sí menos urgentes- abocadas a elaborar los programas de carácter político, ambiental, económico y de desarrollo urbanístico de la Luna.
Oseas Ardosquín, el bardo del éter y antiguo relator deportivo, hombre de barrio y de visión práctica, propuso que un grupo de juristas y diplomáticos hiciera un documento que les permitiera fundamentar sus derechos inalienables a ocupar la Luna, lo que fue aprobado por aclamación.
Verónica Čtvrtek se atrevió a explorar más allá y propuso, para alegría de los más osados y desconcierto de los prudentes, la conquista del planeta Marte.
"¿Por qué -preguntó con ardor inquietante- quedarnos en un mero satélite, desolado y dependiente de la Tierra, cuando podemos alcanzar las alturas de Marte? En Marte hay atmósfera, hay vientos, hay un planeta y, quizás, hasta encontremos ciudades, canales y marcianos. Quien ocupe Marte, tendrá la llave al resto del sistema solar", dijo Verónica Čtvrtek.
A Carlos Cantor lo sedujo la idea, aunque se apartaba del plan original -modesto a estas alturas del debate- de crear depósitos para los cuadernos de Esteban D'Angouville en un satélite sin atmósfera. El matemático arremetió con fiereza en defensa de la alternativa selenita y, para ello, adujo las dificultades financieras de lo que llamó el "dislate marciano".
Oseas Ardosquín, amante del fair play, puso reparos en conquistar un planeta poblado, por lo que exigió garantías de que este se hallara desierto antes de emprender el viaje.
El anfitrión procuró hallar la calma en aquella tormenta cósmica y propuso, en consecuencia, que cada comisión de estudio elaborara dos programas: la Luna y Marte, para arribar a una conclusión desprovistos de pasión y llenos de certezas científicas.

© Ricardo López Göttig

domingo, 29 de enero de 2012

Esteban D'Angouville, en busca del último número.

Por Ricardo López Göttig

Que los números son infinitos es un axioma que Esteban D’Angouville se propuso demoler. Tras estudiar matemática llegó a la conclusión de que si los números fuesen infinitos, ocuparían la totalidad del universo, lo que para él era claro y evidente que es físicamente imposible. En vano intentaron disuadirlo de tal idea sus profesores y compañeros de estudio, frustrados por la tozudez de Esteban; mucho más se preocupó su familia, alarmada por la obsesión creciente en demostrar la validez de su afirmación. Fue el azote de sus profesores de matemática, a quienes exigió la demostración empírica del infinito, provocando la sorna entre la comunidad científica.La ausencia de respuesta lo obsesionó y comenzó, entonces, su búsqueda del último número, con el afán de refutar lo que él llamaba la “patraña del infinito”. No perdió más el tiempo con otras operaciones matemáticas a las que menospreciaba como “desviaciones” que sólo buscaban ocultar la gran verdad que él llegaría a probar. Pero Esteban D’Angouville era, simplemente, un espíritu inquieto que buscaba el último número, y consagró su vida adulta a este propósito. Estaba convencido de que detrás de la patraña del infinito había una vasta conspiración pergeñada por matemáticos, ingenieros, astrónomos y geólogos para encubrir la verdad. Vaya a saber porqué incluyó a los geólogos en esta urdimbre del silencio, porque nunca lo explicó. La forma de demostración empírica era escribir los números en secuencia creciente en cuadernos. Desde el uno en adelante, fue escribiendo pacientemente cada número. Así fue sumando, uno tras otro, los cuadernos que se apilaron primero en el armario de su dormitorio y luego fueron llenando anaqueles de las bibliotecas que reunió en el hogar paterno. Los primeros cuadernos fueron sencillos, hasta que los números fueron creciendo en dígitos. Se enfrentó con el serio problema de que llegaban a ocupar más de un renglón y eso no parecía detenerse, por lo que desarrolló capacidades mnemotécnicas para no confundirse ni alterar el orden. Saltear un número podía desbaratar toda su demostración y se convertiría en un hazmerreír para la comunidad científica a la que tanto aborrecía. Cuando los números ya ocupaban varios renglones, debió recurrir a todas las fuerzas de su concentración para no equivocarse. Y así fue avanzando, paso a paso, número tras número, hasta llegar a un número que le requirió el uso de un cuaderno completo. El trabajo no sólo le requería gran concentración, sino también el uso eficiente del tiempo y el espacio. Las dimensiones del espacio, bien lo sabía, eran determinantes para Esteban D’Angouville, y debía considerar el ámbito físico en el que iría guardando aquellos cuadernos de demostración empírica. Había que mantenerlos en un lugar seco y bien ventilado, ante el peligro de ácaros y hongos que pudiesen devorar su labor diaria. También consideró la posibilidad de un incendio –accidental o incidental, dada la envidia que estaba despertando en la comunidad matemática mundial-, una inundación o, lisa y llanamente, del robo de tan valiosos ejemplares. Porque no faltaron los coleccionistas insaciables de objetos extraños que le ofrecieron fortunas por sus cuadernos. Cuando acababa de escribir un número, dejaba éste a la vista para comenzar a escribir el nuevo, a fin de no caer en el error. Labor de copista y creador a la vez, inmerso en el silencio monacal. Fue su mecenas Carlos Cantor, quien no sólo le ofreció un galpón hermético donde alojar los cuadernos en grandes estantes metálicos, conservados por un bibliotecólogo, sino también una beca mensual para cubrir sus necesidades, que cada vez eran más austeras. En una tarde de otoño de 2012, junto a su mecenas y el amigo de ambos, el palindromista Camilo Chadwick, llegaron a pensar en la ocupación de la Luna con miles de aquellos galpones, lejos de la polución y los insectos, para albergar los millones de cuadernos matemáticos, y comenzaron a reunir una pequeña suma para acometer la empresa de colonización científica al satélite. Esteban D’Angouville hace treinta y dos años que está consagrado al hallazgo del último número, escribiendo sin descanso y con optimismo en su minúscula oficina, disponiendo sólo de un escritorio, dos cuadernos, un samovar con una taza de té y cientos de bolígrafos a su disposición.

© Ricardo López Göttig

martes, 20 de diciembre de 2011

Camilo Chadwick, el palindromista.

Por Ricardo López Göttig

Camilo Chadwick aún no caminaba y ya jugaba con las palabras, haciendo malabares con las letras, alarmando a sus padres y hermanos. Lo que creyeron motivo de desgracia y señal de una patología, no era más que la efervescencia de un cerebro que hizo del idioma el principal objeto de juegos.
Se reveló como un genio de las lenguas. De pequeño se aficionó por el estudio de los idiomas y escandalizó a sus maestros con eruditos conocimientos gramaticales. Cuando otros niños se entretenían en juegos de despliegue físico, Camilo se abocó al aprendizaje del latín y el griego antiguo, para llegar a las raíces de la lengua castellana. Más tarde, insatisfecho, incorporó el árabe y las romances, a fin de conocer todo el árbol. Una rama lo llevó al sánscrito, ya en plena adolescencia, que supo conjugar con los ardores de una volcánica sexualidad en ciernes.
Su inquietud lo llevó, naturalmente, al universo de las letras. Mas no encontró sosiego en su espíritu, sino un intento de aplastamiento de sus búsquedas. Aun así, y a diferencia de otras almas que se extravían en los cuestionamientos, cursó ejemplarmente su carrera y, tras graduarse con honores, viajó a Italia para doctorarse.
Fue en aquel periplo en donde se tropezó con lo que habría de ser la causa de su existencia: el estudio de los palíndromos. Una tía descuidada le obsequió la novela de un ignoto novelista que, al pasar, se refería a la “secta de los palindromistas” de un modo socarrón. Acicateado, se impuso la colección de esas maravillas de la lengua, poniéndose en contacto con aquellos que lo precedieron en la investigación del fenómeno.
Halló un universo que le había sido vedado hasta entonces. Comprendió que su cerebro era bustrófedon pero como el de un buey que ara volviendo sobre sus propios pasos, pudiendo leer de izquierda a derecha y de derecha a izquierda una misma palabra o frase. Asistió a los congresos de palindromistas, se suscribió a sus publicaciones y luego, inevitablemente, comenzó a componer poesía. Sus colegas y amigos se alarmaron por esta obsesión, pero él se empeñó en llevar a la realidad el sueño que todo palindromista acaricia en su ambición: escribir un libro que, de principio a fin y del fin al principio fuese un palíndromo.
Para ello, apuró su tesis doctoral con el empeño que le era característico a fin de no recibir cuestionamientos, y obtuvo la calificación de summa cum laude. El objetivo de su existencia era otro, más elevado, que el de los honores académicos.
De regreso a su hogar natal, en el barrio de Florida se puso en contacto con los coleccionistas de boletos capicúa que se reunían en un viejo bar, el que frecuentaba Oseas Ardosquín, el celebérrimo bardo del éter. Entendió que sólo ellos podían ayudarlo en su magna obra y, en un emotivo acto en un club social y deportivo local, presentó su obra poética palindrómica “Somos o no somos”.
El éxito no acompañó su entusiasmo editorial, pero en el evento conoció a Verónica Čtvrtek, que habría de ser su ángel protector por el resto de su vida. Secretamente enamorada de Camilo, le abrió las puertas de la intelectualidad erudita, aquella que encuentra el gozo en el estudio sincero y no en la pose displicente y poco afecta a la higiene personal. No era mujer de fortuna y, sin embargo, siempre supo asistir con dinero al apóstol de vocación capicúa. Gracias a sus contactos políticos, logró conseguirle un empleo en el gobierno provincial que no le quitaba tiempo a su oficio auténtico, siendo asignado al cuidado de un faro erigido en la costa de Vicente López. Al principio, el doctor en literatura supuso que aquello le exigiría esfuerzo y conocimientos que no tenía y un tiempo que no quería desperdiciar, pero Verónica Čtvrtek lo invitó a la calma: era un faro que ya no proyectaba su luz hacia los navíos que surcaban el portentoso río de la Plata pero, dado que suponía la presencia de la jurisdicción provincial en aquella playa, se conservaba por inescrutables razones políticas.
De ese modo, Camilo tuvo un lugar de trabajo en silencio y aislado de los mortales, con un sueldo fijo y un puesto de carácter inamovible, pudiendo incluso impartir clases en una universidad local.
Fue así que desde entonces pudo dedicarse a escribir la obra máxima, escribiendo el primer capítulo y el último simultáneamente, anhelando llegar a la página central, a la que Camilo Chadwick denomina el punto omega, aquella que une las dos paralelas en el infinito de la lengua castellana. Al llegar allí, se propuso decirse a sí mismo “Doctor Chadwick, I presume?”.

© Ricardo López Göttig

sábado, 17 de diciembre de 2011

Oseas Ardosquín, el relator deportivo.

Por Ricardo López Göttig

Sentado junto a la ventana en su mesa de siempre, Oseas Ardosquín observaba el lento trajinar de los autos y colectivos que pasaban por esa transitada esquina del barrio de Florida. Taciturno y calvo, de densas y blancas cejas y exageradamente delgado, don Oseas transcurría cada día frente a su solitaria taza de café, aguardando la llegada de un cliente ávido de escuchar sus viejas epopeyas como relator deportivo en la ya desaparecida Radio Sport.
Los clientes del café, otrora radioescuchas de las gestas que supo relatar con una pasión desbordante, fueron cambiando con el inexorable paso de los años. Eran pocos, muy pocos, los que aún se emocionaban al oír la voz diáfana del antiguo periodista deportivo, desplazado por figuras más preocupadas por su aspecto jovial y verba desembozada que por la profesionalidad.
Desde pequeño, le gustaba observar cómo los demás practicaban los deportes; a él la naturaleza no le dio agilidad ni destreza, ni mucho menos fuerza muscular. De constitución débil, halló en el relato deportivo su gran pasión, y así transcurrió su infancia y adolescencia, descollando por el colorido que sabía imprimir a cualquier gesta a la que asistiese: fútbol, rugby, natación o basket. Apenas concluidos sus estudios secundarios, su voz le abrió las puertas del lugar que más amaba: la radio.
Micrófono en mano, despertaba las esperanzas de los hinchas de uno u otro lado, permaneciendo siempre neutral en sus preferencias, pero poniendo vigor en la entonación, emoción en el combate que verbalizaba, un esplendoroso arco iris en cada cancha imaginada por el oyente, aun cuando el partido fuera tedioso para quien lo presenciaba en las tribunas.
Fue así como, aclamado por el público, los concurrentes llevaban la simpática Spika para emocionarse con las hazañas que Oseas narraba, al tiempo que despotricaban contra los jugadores que, en su melancolía de sábado, apenas trotaban tras la golpeada “caprichosa”. Al terminar cada partido, las hinchadas no vitoreaban a sus equipos, sino que, unánimemente, se ponían de pie para brindar un aplauso cerrado para Oseas Ardosquín, el bardo del éter.
Expuestos ante tal bochorno y aguijoneados por la celebridad del relator deportivo, los jugadores no demoraron en odiarlo, hasta que lograron imponerse por huelgas y amenazas, y el bueno de Oseas fue removido.
Los directores de Radio Sport no querían despedirlo, ya que era la gran atracción del momento, su estrella más aclamada. Las mujeres le escribían esquelas de amor y lujuria, imaginándolo un portentoso Aquiles; los niños, embelesados por las descripciones de héroes y villanos, se arrojaron a la práctica de los más variados deportes, buscando imitar a los caballeros ideales que Oseas les estimulaba a imaginar. Fue así que, debido a su popularidad pero temerosos de las represalias de los clubes, le asignaron la tarea de narrar torneos de ajedrez.
Arte juego o ciencia juego, combate ciclópeo de dos mentes poderosas ante un tablero en el que nada se puede ocultar, Oseas imprimió a sus relatos su inconfundible sabor épico. En los momentos de meditación de cada jugador, la gran voz del éter hurgaba en las mentes de los contendientes y trazaba el agudo perfil psicológico de cada jugador que, en rigor, se nutría de su imaginación feraz. Era en los Blitz en donde Oseas llegaba al máximo esplendor, las jugadas con la velocidad del relámpago, provocando descargas eléctricas que sembraban tormentas en los oídos de los radioescuchas.
Una vez más, los nubarrones se cernieron sobre la magistral carrera de Oseas cuando los ajedrecistas exigieron su remoción, ya que no toleraban que prosiguiera la exposición de las profundidades abisales del inconsciente. Hubo un promisorio gran maestro que, al escuchar posteriormente el perfil de personalidad que sobre él trazó el gran Oseas, abandonó las pujas en el tablero, desapareció y se lo encontró, meses más tarde, trabajando de auxiliar de un humilde campesino en la cordillera en Catamarca.
Las autoridades de Radio Sport comprendieron que Oseas precisaba relatar un deporte que no le diera descanso para digresiones, de una intensidad apabullante, y optaron por asignarle los campeonatos de ping-pong de las categorías juveniles.
Inesperadamente, allí escaló a las cimas, sobre todo en la gran final entre Incháustegui y Enzaubecherría, los dos titanes de los años sesenta en Sudamérica. Imposibilitado de intercalar comentario alguno en la narración, por las sutiles entonaciones de su voz logró transmitir el delicioso sabor de cada instante, arribando al paroxismo de las emisiones de Radio Sport. Miles de radioescuchas se agolparon en las puertas de la radio, aguardando la salida del bardo; él, humilde en extremo, salió por la puerta principal y pasó por completo inadvertido. Nadie creía que de una figura tan escuálida pudiese brotar aquella voz prodigiosa. Su misterio se agigantaba, aclamado y amado. Su fama lo llevó a viajar a Beijing para transmitir, para el público de habla hispana en abril de 1971, los célebres encuentros de ping-pong entre los seleccionados de los Estados Unidos y el de su anfitriona, la República Popular China. Tan magno acontecimiento de la diplomacia mundial fue, sin embargo, el ocaso: acusado por unos de agente comunista y, por otros, de agente del imperialismo norteamericano, fue despedido por las autoridades de Radio Sport, siempre dispuestas a sacrificar a su bardo estelar.
Decepcionado, Oseas se recluyó en clubes locales y fiestas infantiles, deambulando de un torneo al otro, alejado de la radio. El timbre de su voz fue menguando, hasta quedar arrumbado en un puesto de canillita en el barrio de Saavedra hasta el día fatal de su jubilación.
Retirado, no dejaba de rememorar en las tardes de café aquellas gestas deportivas que lo vieron crecer y en las que él fue el protagonista excluyente. Aún lo podemos encontrar en su mesa, junto al ventanal, imaginando nuevas transmisiones. Fue allí donde conoció a Camilo Chadwick pero, sobre él, habremos de hablar en otra ocasión.


© Ricardo López Göttig