martes, 20 de diciembre de 2011

Camilo Chadwick, el palindromista.

Por Ricardo López Göttig

Camilo Chadwick aún no caminaba y ya jugaba con las palabras, haciendo malabares con las letras, alarmando a sus padres y hermanos. Lo que creyeron motivo de desgracia y señal de una patología, no era más que la efervescencia de un cerebro que hizo del idioma el principal objeto de juegos.
Se reveló como un genio de las lenguas. De pequeño se aficionó por el estudio de los idiomas y escandalizó a sus maestros con eruditos conocimientos gramaticales. Cuando otros niños se entretenían en juegos de despliegue físico, Camilo se abocó al aprendizaje del latín y el griego antiguo, para llegar a las raíces de la lengua castellana. Más tarde, insatisfecho, incorporó el árabe y las romances, a fin de conocer todo el árbol. Una rama lo llevó al sánscrito, ya en plena adolescencia, que supo conjugar con los ardores de una volcánica sexualidad en ciernes.
Su inquietud lo llevó, naturalmente, al universo de las letras. Mas no encontró sosiego en su espíritu, sino un intento de aplastamiento de sus búsquedas. Aun así, y a diferencia de otras almas que se extravían en los cuestionamientos, cursó ejemplarmente su carrera y, tras graduarse con honores, viajó a Italia para doctorarse.
Fue en aquel periplo en donde se tropezó con lo que habría de ser la causa de su existencia: el estudio de los palíndromos. Una tía descuidada le obsequió la novela de un ignoto novelista que, al pasar, se refería a la “secta de los palindromistas” de un modo socarrón. Acicateado, se impuso la colección de esas maravillas de la lengua, poniéndose en contacto con aquellos que lo precedieron en la investigación del fenómeno.
Halló un universo que le había sido vedado hasta entonces. Comprendió que su cerebro era bustrófedon pero como el de un buey que ara volviendo sobre sus propios pasos, pudiendo leer de izquierda a derecha y de derecha a izquierda una misma palabra o frase. Asistió a los congresos de palindromistas, se suscribió a sus publicaciones y luego, inevitablemente, comenzó a componer poesía. Sus colegas y amigos se alarmaron por esta obsesión, pero él se empeñó en llevar a la realidad el sueño que todo palindromista acaricia en su ambición: escribir un libro que, de principio a fin y del fin al principio fuese un palíndromo.
Para ello, apuró su tesis doctoral con el empeño que le era característico a fin de no recibir cuestionamientos, y obtuvo la calificación de summa cum laude. El objetivo de su existencia era otro, más elevado, que el de los honores académicos.
De regreso a su hogar natal, en el barrio de Florida se puso en contacto con los coleccionistas de boletos capicúa que se reunían en un viejo bar, el que frecuentaba Oseas Ardosquín, el celebérrimo bardo del éter. Entendió que sólo ellos podían ayudarlo en su magna obra y, en un emotivo acto en un club social y deportivo local, presentó su obra poética palindrómica “Somos o no somos”.
El éxito no acompañó su entusiasmo editorial, pero en el evento conoció a Verónica Čtvrtek, que habría de ser su ángel protector por el resto de su vida. Secretamente enamorada de Camilo, le abrió las puertas de la intelectualidad erudita, aquella que encuentra el gozo en el estudio sincero y no en la pose displicente y poco afecta a la higiene personal. No era mujer de fortuna y, sin embargo, siempre supo asistir con dinero al apóstol de vocación capicúa. Gracias a sus contactos políticos, logró conseguirle un empleo en el gobierno provincial que no le quitaba tiempo a su oficio auténtico, siendo asignado al cuidado de un faro erigido en la costa de Vicente López. Al principio, el doctor en literatura supuso que aquello le exigiría esfuerzo y conocimientos que no tenía y un tiempo que no quería desperdiciar, pero Verónica Čtvrtek lo invitó a la calma: era un faro que ya no proyectaba su luz hacia los navíos que surcaban el portentoso río de la Plata pero, dado que suponía la presencia de la jurisdicción provincial en aquella playa, se conservaba por inescrutables razones políticas.
De ese modo, Camilo tuvo un lugar de trabajo en silencio y aislado de los mortales, con un sueldo fijo y un puesto de carácter inamovible, pudiendo incluso impartir clases en una universidad local.
Fue así que desde entonces pudo dedicarse a escribir la obra máxima, escribiendo el primer capítulo y el último simultáneamente, anhelando llegar a la página central, a la que Camilo Chadwick denomina el punto omega, aquella que une las dos paralelas en el infinito de la lengua castellana. Al llegar allí, se propuso decirse a sí mismo “Doctor Chadwick, I presume?”.

© Ricardo López Göttig

sábado, 17 de diciembre de 2011

Oseas Ardosquín, el relator deportivo.

Por Ricardo López Göttig

Sentado junto a la ventana en su mesa de siempre, Oseas Ardosquín observaba el lento trajinar de los autos y colectivos que pasaban por esa transitada esquina del barrio de Florida. Taciturno y calvo, de densas y blancas cejas y exageradamente delgado, don Oseas transcurría cada día frente a su solitaria taza de café, aguardando la llegada de un cliente ávido de escuchar sus viejas epopeyas como relator deportivo en la ya desaparecida Radio Sport.
Los clientes del café, otrora radioescuchas de las gestas que supo relatar con una pasión desbordante, fueron cambiando con el inexorable paso de los años. Eran pocos, muy pocos, los que aún se emocionaban al oír la voz diáfana del antiguo periodista deportivo, desplazado por figuras más preocupadas por su aspecto jovial y verba desembozada que por la profesionalidad.
Desde pequeño, le gustaba observar cómo los demás practicaban los deportes; a él la naturaleza no le dio agilidad ni destreza, ni mucho menos fuerza muscular. De constitución débil, halló en el relato deportivo su gran pasión, y así transcurrió su infancia y adolescencia, descollando por el colorido que sabía imprimir a cualquier gesta a la que asistiese: fútbol, rugby, natación o basket. Apenas concluidos sus estudios secundarios, su voz le abrió las puertas del lugar que más amaba: la radio.
Micrófono en mano, despertaba las esperanzas de los hinchas de uno u otro lado, permaneciendo siempre neutral en sus preferencias, pero poniendo vigor en la entonación, emoción en el combate que verbalizaba, un esplendoroso arco iris en cada cancha imaginada por el oyente, aun cuando el partido fuera tedioso para quien lo presenciaba en las tribunas.
Fue así como, aclamado por el público, los concurrentes llevaban la simpática Spika para emocionarse con las hazañas que Oseas narraba, al tiempo que despotricaban contra los jugadores que, en su melancolía de sábado, apenas trotaban tras la golpeada “caprichosa”. Al terminar cada partido, las hinchadas no vitoreaban a sus equipos, sino que, unánimemente, se ponían de pie para brindar un aplauso cerrado para Oseas Ardosquín, el bardo del éter.
Expuestos ante tal bochorno y aguijoneados por la celebridad del relator deportivo, los jugadores no demoraron en odiarlo, hasta que lograron imponerse por huelgas y amenazas, y el bueno de Oseas fue removido.
Los directores de Radio Sport no querían despedirlo, ya que era la gran atracción del momento, su estrella más aclamada. Las mujeres le escribían esquelas de amor y lujuria, imaginándolo un portentoso Aquiles; los niños, embelesados por las descripciones de héroes y villanos, se arrojaron a la práctica de los más variados deportes, buscando imitar a los caballeros ideales que Oseas les estimulaba a imaginar. Fue así que, debido a su popularidad pero temerosos de las represalias de los clubes, le asignaron la tarea de narrar torneos de ajedrez.
Arte juego o ciencia juego, combate ciclópeo de dos mentes poderosas ante un tablero en el que nada se puede ocultar, Oseas imprimió a sus relatos su inconfundible sabor épico. En los momentos de meditación de cada jugador, la gran voz del éter hurgaba en las mentes de los contendientes y trazaba el agudo perfil psicológico de cada jugador que, en rigor, se nutría de su imaginación feraz. Era en los Blitz en donde Oseas llegaba al máximo esplendor, las jugadas con la velocidad del relámpago, provocando descargas eléctricas que sembraban tormentas en los oídos de los radioescuchas.
Una vez más, los nubarrones se cernieron sobre la magistral carrera de Oseas cuando los ajedrecistas exigieron su remoción, ya que no toleraban que prosiguiera la exposición de las profundidades abisales del inconsciente. Hubo un promisorio gran maestro que, al escuchar posteriormente el perfil de personalidad que sobre él trazó el gran Oseas, abandonó las pujas en el tablero, desapareció y se lo encontró, meses más tarde, trabajando de auxiliar de un humilde campesino en la cordillera en Catamarca.
Las autoridades de Radio Sport comprendieron que Oseas precisaba relatar un deporte que no le diera descanso para digresiones, de una intensidad apabullante, y optaron por asignarle los campeonatos de ping-pong de las categorías juveniles.
Inesperadamente, allí escaló a las cimas, sobre todo en la gran final entre Incháustegui y Enzaubecherría, los dos titanes de los años sesenta en Sudamérica. Imposibilitado de intercalar comentario alguno en la narración, por las sutiles entonaciones de su voz logró transmitir el delicioso sabor de cada instante, arribando al paroxismo de las emisiones de Radio Sport. Miles de radioescuchas se agolparon en las puertas de la radio, aguardando la salida del bardo; él, humilde en extremo, salió por la puerta principal y pasó por completo inadvertido. Nadie creía que de una figura tan escuálida pudiese brotar aquella voz prodigiosa. Su misterio se agigantaba, aclamado y amado. Su fama lo llevó a viajar a Beijing para transmitir, para el público de habla hispana en abril de 1971, los célebres encuentros de ping-pong entre los seleccionados de los Estados Unidos y el de su anfitriona, la República Popular China. Tan magno acontecimiento de la diplomacia mundial fue, sin embargo, el ocaso: acusado por unos de agente comunista y, por otros, de agente del imperialismo norteamericano, fue despedido por las autoridades de Radio Sport, siempre dispuestas a sacrificar a su bardo estelar.
Decepcionado, Oseas se recluyó en clubes locales y fiestas infantiles, deambulando de un torneo al otro, alejado de la radio. El timbre de su voz fue menguando, hasta quedar arrumbado en un puesto de canillita en el barrio de Saavedra hasta el día fatal de su jubilación.
Retirado, no dejaba de rememorar en las tardes de café aquellas gestas deportivas que lo vieron crecer y en las que él fue el protagonista excluyente. Aún lo podemos encontrar en su mesa, junto al ventanal, imaginando nuevas transmisiones. Fue allí donde conoció a Camilo Chadwick pero, sobre él, habremos de hablar en otra ocasión.


© Ricardo López Göttig