domingo, 29 de enero de 2012

Esteban D'Angouville, en busca del último número.

Por Ricardo López Göttig

Que los números son infinitos es un axioma que Esteban D’Angouville se propuso demoler. Tras estudiar matemática llegó a la conclusión de que si los números fuesen infinitos, ocuparían la totalidad del universo, lo que para él era claro y evidente que es físicamente imposible. En vano intentaron disuadirlo de tal idea sus profesores y compañeros de estudio, frustrados por la tozudez de Esteban; mucho más se preocupó su familia, alarmada por la obsesión creciente en demostrar la validez de su afirmación. Fue el azote de sus profesores de matemática, a quienes exigió la demostración empírica del infinito, provocando la sorna entre la comunidad científica.La ausencia de respuesta lo obsesionó y comenzó, entonces, su búsqueda del último número, con el afán de refutar lo que él llamaba la “patraña del infinito”. No perdió más el tiempo con otras operaciones matemáticas a las que menospreciaba como “desviaciones” que sólo buscaban ocultar la gran verdad que él llegaría a probar. Pero Esteban D’Angouville era, simplemente, un espíritu inquieto que buscaba el último número, y consagró su vida adulta a este propósito. Estaba convencido de que detrás de la patraña del infinito había una vasta conspiración pergeñada por matemáticos, ingenieros, astrónomos y geólogos para encubrir la verdad. Vaya a saber porqué incluyó a los geólogos en esta urdimbre del silencio, porque nunca lo explicó. La forma de demostración empírica era escribir los números en secuencia creciente en cuadernos. Desde el uno en adelante, fue escribiendo pacientemente cada número. Así fue sumando, uno tras otro, los cuadernos que se apilaron primero en el armario de su dormitorio y luego fueron llenando anaqueles de las bibliotecas que reunió en el hogar paterno. Los primeros cuadernos fueron sencillos, hasta que los números fueron creciendo en dígitos. Se enfrentó con el serio problema de que llegaban a ocupar más de un renglón y eso no parecía detenerse, por lo que desarrolló capacidades mnemotécnicas para no confundirse ni alterar el orden. Saltear un número podía desbaratar toda su demostración y se convertiría en un hazmerreír para la comunidad científica a la que tanto aborrecía. Cuando los números ya ocupaban varios renglones, debió recurrir a todas las fuerzas de su concentración para no equivocarse. Y así fue avanzando, paso a paso, número tras número, hasta llegar a un número que le requirió el uso de un cuaderno completo. El trabajo no sólo le requería gran concentración, sino también el uso eficiente del tiempo y el espacio. Las dimensiones del espacio, bien lo sabía, eran determinantes para Esteban D’Angouville, y debía considerar el ámbito físico en el que iría guardando aquellos cuadernos de demostración empírica. Había que mantenerlos en un lugar seco y bien ventilado, ante el peligro de ácaros y hongos que pudiesen devorar su labor diaria. También consideró la posibilidad de un incendio –accidental o incidental, dada la envidia que estaba despertando en la comunidad matemática mundial-, una inundación o, lisa y llanamente, del robo de tan valiosos ejemplares. Porque no faltaron los coleccionistas insaciables de objetos extraños que le ofrecieron fortunas por sus cuadernos. Cuando acababa de escribir un número, dejaba éste a la vista para comenzar a escribir el nuevo, a fin de no caer en el error. Labor de copista y creador a la vez, inmerso en el silencio monacal. Fue su mecenas Carlos Cantor, quien no sólo le ofreció un galpón hermético donde alojar los cuadernos en grandes estantes metálicos, conservados por un bibliotecólogo, sino también una beca mensual para cubrir sus necesidades, que cada vez eran más austeras. En una tarde de otoño de 2012, junto a su mecenas y el amigo de ambos, el palindromista Camilo Chadwick, llegaron a pensar en la ocupación de la Luna con miles de aquellos galpones, lejos de la polución y los insectos, para albergar los millones de cuadernos matemáticos, y comenzaron a reunir una pequeña suma para acometer la empresa de colonización científica al satélite. Esteban D’Angouville hace treinta y dos años que está consagrado al hallazgo del último número, escribiendo sin descanso y con optimismo en su minúscula oficina, disponiendo sólo de un escritorio, dos cuadernos, un samovar con una taza de té y cientos de bolígrafos a su disposición.

© Ricardo López Göttig